Las cucarachas de la casa, o viceversa
Presentada a modo de inocente broma, una secuencia que a muchas personas resultó incómoda de la lacrimógena y entrañable película de Giuseppe Tornatore “Cinema Paradiso”, (1988), mostraba cómo un bromista capturaba una cucaracha y la introducía, para regocijo de la concurrencia, en la boca abierta de un espectador que roncaba a pierna suelta en el patio de butacas. Eran otros tiempos; en el mundo urbanita de hoy día los juegos infantiles no tienen esa familiaridad con los insectos que nos acompañan. Ni existen ya aquellos cines, si a eso vamos.
Mucho antes, en 1959, la actriz mexicana María Félix había protagonizado “La Cucaracha”, película en la que representa a una enérgica “soldadera” de la época prerrevolucionaria. Pero fue la excepción. En general la denominación “cucaracha” deambula por derroteros muy alejados de la épica.
Ambos ejemplos quedan lejos de agotar la larga lista de cucarachas cinematográficas. Cuando el cine quiere generar asco y desagrado siempre las tiene a su disposición. La secuencia de “Besos de Vampiro” en que Nicholas Cage come una cucaracha, (por lo visto la cinta no merecía el esfuerzo), no les concedió mucho más que una repulsiva presencia ocasional. En cambio, algunas películas de terror, ciertamente alejadas de la excelencia, les han concedido el protagonismo absoluto. En “The Nest” las cucarachas se aficionan a la carne, y he leído que en “Terra Formars”, película japonesa de 2016, las cucarachas se apoderan de la galaxia. Hay muchas más…
Las cucarachas no son una plaga reciente. El investigador del CSIC Salvador Bernabéu Albert, cita el caso acaecido al marino Mourelle de la Rúa[1]:
“Tras destacarse en varios viajes al Noroeste de América entre 1775 y 1780, el alférez de navío Mourelle de la Rúa se embarcó en la fragata Princesa, mandada por Bruno de Heceta, con destino a las islas Filipinas para transportar armas y caudales.
…
Poco después, los malos tiempos los obligaron a capear hasta el 3 de abril, día en el que llegaron a los 30º S. Entonces descubrieron que parte de la galleta almacenada había sido engullida por las cucarachas, por lo que Mourelle tuvo que desandar parte del camino y poner proa a las Marianas en busca de alimentos. …
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Aceptemos para empezar que la cucaracha no será nunca nuestro animal predilecto. No es mi ejemplo favorito de animal de compañía y, sin embargo, no cabe duda de que es un animal “doméstico”, al menos en el mismo sentido que sirvió para otorgar el nombre científico Musca doméstica a la mosca común y el de Passer domesticus al gorrión. Se trata de organismos que rondan las casas, las domus.
La descripción detallada de su presencia en las ciudades no es de lo más reconfortante para espíritus sensibles. Para comenzar a situarnos conviene recordar que una ciudad moderna que se precie por cada habitante humano hay al menos una rata y se calcula que por cada rata debe de haber unas diez cucarachas, número impreciso dada la variabilidad con que se desenvuelven sus poblaciones. Corre el rumor de que hasta 50000 ejemplares han sido contabilizados en alguna vivienda, que confío no sea la suya de usted, ni la mía. Se dice también que cualquier persona de la ciudad está a escasos metros de alguna rata y de varias cucarachas; vamos a pensar que, al menos, al otro lado de una buena pared.
Un día, hará más de quince años, me contaron que había llegado a Valencia capital una nueva especie de cucaracha. Decían que las nuevas cucarachas eran rojas y volaban. Escuché aquello con la descreída a actitud de “no creo que eso me vaya a pasar a mí”. Leí algún artículo sobre ello, pero decidí que no era cosa de tener muy en cuenta; al fin y al cabo, también he leído sobre la existencia de animales temibles, como la araña viuda negra, y maravillosos, como la mariposa Graellsia isabelae, sin haberme topado jamás hasta ahora en el campo ni con la una ni con la otra.
Alguna vez me he preguntado qué ocurrió con muchos de los artrópodos que animaron mi niñez: las grandes y azules libélulas emperador (Anax imperator) de las balsas de riego, las mariquitas que devoran pulgones en los rosales, las temibles arañas argíope con la advertencia pintada en su abdomen a rayas amarillas y negras (la combinación de color de las avispas, que permanecen por aquí), los escarabajos sanjuaneros que volaban pesadamente, los escarabajos rinocerontes, las mantis ocultas en los hinojos de los caminos rurales, los peligrosos alacranes que capturábamos en demostración de valor, los grillos que nos impedían conciliar el sueño en verano.
Basta con saber que tales animales existen y no suelo echarlos de menos, aunque agradecería un maravilloso encuentro ocasional con alguno de ellos. Y, claro, no lamento en ningún caso la ausencia de pulgas y piojos. Al cabo, soy un urbanita que sale al campo de vez en cuando.
Mis cucarachas de toda la vida eran negras, de esas que reciben la denominación científica Blatta orientalis. Hacían alguna indeseada aparición nocturna por casa y escapaban con rapidez al encender la luz. Su timidez era proverbial y cuando se sentían descubiertas echaban a correr en dirección contraria, se diría que avergonzadas. Ni siquiera las adultas tenían alas. Su dorso negro, anillado y brillante hubiera sido bello de no hallarse asociado a tal bicho.
Más adelante conocí otra cucaracha, no tan familiar. Era propia de los bares sucios y baratos que frecuenté en cierta época de mi vida. Andaba por los restos del café y gustaba de instalarse al calor de las máquinas permanentemente encendidas: bajo el motor de la nevera o detrás de la cafetera, por ejemplo. Cuando veía una de esas Blatella germanica pequeñas y alargadas en alguno de los bares de mi barrio lo castigaba con mi ausencia durante al menos un mes. Recuerdo que mi local favorito mereció esa penalización durante bastantes, demasiados, meses. Reconozco que mi predilección nunca se basó en su dudosa higiene.
La primera cucaracha roja
Hubo una primera vez. Mi primera cucaracha roja llegó volando. Entró por la ventana abierta de un cuarto piso un día cualquiera de finales de mayo. Hará unos quince años más o menos. Era grande y roja. Tuvo la desfachatez de asomarse ruidosamente a la pantalla de mi viejo ordenador, darse la vuelta y aterrizar con todo el descaro sobre la mesa del comedor. Mi reacción, inmediata, fue correr al armario en busca del bote de insecticida. Alcancé a dispararle un par de nubes tóxicas justo cuando amenazaba con emprender un segundo vuelo.
Se ofendió. Mucho. Manifestando un profundo desagrado, se puso a volar en círculo subiendo y bajando a gran velocidad y rozando mi cara varias veces sin darme tiempo a propinarle un manotazo. Su iracundo vuelo duró medio minuto, pero convirtió aquel día en inolvidable. En una de aquellas vueltas bajó al suelo y se ocultó bajo la última balda de la estantería metálica. No volvió a salir de aquel escondite inalcanzable. Solo siete años más tarde, al retirar los muebles para el traslado, puede confirmar su muerte cuando encontré allí su cadáver.
Semejante presentación quedó afortunadamente sin continuidad. Un segundo y alicaído ejemplar me sacó abruptamente de la somnolencia de un domingo que ya no fue cualquiera al aparecer patas arriba en el suelo del dormitorio. Opté por pensar que había entrado con la ropa recogida del tendedero y no quise saber más. Y tuve suerte y no supe más.
Pasó el tiempo, quizá un año. Otra vivienda, en otro lugar, aún sin amueblar. En Zoología había estudiado que el orden Hexápoda o Insecta no era pequeño y no faltó la ocasión de recordarlo. Durante la primera noche, casi dormido, me espabiló el zumbido de un mosquito. Acepto que me piquen en silencio, pero los ruiditos al oído me sientan muy mal. Tras unos saltos sobre la cama conseguí aplastarlo de un manotazo contra el techo, junto a la bombilla. Allí permanece un resto negruzco, apenas perceptible. La pequeña mancha alargada y oscura fue mi primera decoración.
Pasó el primer año y pasó el segundo y no hubo mucho más que moscas y la sorpresa de un par de tijeretas en la bañera. Las tijeretas me inspiran simpatía. A pesar de su inquietante nombre científico, Forficula auricularia[2], nunca les he detectado verdadera intención de visitar mis orificios auditivos. Siempre desaparecían respetuosamente por el desagüe antes de la ducha.
El tercer año no fue igual. Un día me puse a ver la televisión y percibí movimiento bajo la peana. Era una cucaracha negra, con el dorso dividido en bandas transversales, sin alas, una Blatta orientalis grande y fetén. Durante aquel año aparecieron tres o cuatro más, alguna de ellas muerta, misteriosamente panza arriba. Más molesto que preocupado, menos expeditivo que en otro tiempo, no me las tomé en serio hasta que detecté que una de la más grandes, negro sobre blanco, adornaba la cortina del cuarto de baño.
Conociendo al enemigo
Si se encuentra usted con un insecto (ya sabe: animal de seis patas, exoesqueleto articulado, antenas, mandíbulas, …) de silueta ovalada, que pone los huevos en ootecas[3], tiene las alas[4] anteriores endurecidas (élitros), los órganos sexuales masculinos asimétricos y cerci[5] con uno o más segmentos del cuerpo, sepa que tiene usted una cucaracha.
“Nuestras” cucarachas mantienen ootecas membranosas dentro del cuerpo de la madre, pero otras depositan sus ootecas endurecidas en el exterior. Las verá caminar alternando el avance de tres patas con el de las otras tres, así que sus pasos consisten en una alternancia de trípodes. Lo más probable es que no necesite atender a tantos detalles para identificarla con seguridad.
La Encyclopedia of Life[6] afirma que en el mundo hay alrededor de 4500 especies de Blatodeos y que se hallan entre los insectos alados más antiguos, según atestiguan fósiles que datan del Carbonífero, así que las cucarachas llevan más de trescientos millones de años en este planeta. Saber que no llega al 1% el número de especies de cucarachas relacionadas con las personas no le hará feliz si está padeciendo una plaga en su vivienda.
En Wikipedia[7] puede leerse que Blattodea es un orden de insectos hemimetábolos (o paurometábolos) de cuerpo aplanado, que miden de 3 a 7’5 cm, y que hay más de 4500 especies de cucarachas. Los hemimetábolos son insectos que tienen metamorfosis incompleta. Su desarrollo incluye únicamente tres fases: huevo, ninfa y adulto (imago). La ninfa se parece al adulto, pero no tiene alas ni órganos sexuales funcionales, atributos de la madurez.
La base de datos de Iberfauna[8] incluye las cucarachas en el subfilo de los insectos o hexápodos porque tienen tres pares de patas, dentro del orden llamado Dictyoptera[9], (de dictuon, red y pteron, ala), suborden Blattodea porque se parecen a las cucarachas y familia Blattidae porque, en fin, son cucarachas. Las que mejor conozco, como la negra (Blatta orientalis) y la roja (Periplaneta americana), forman parte de la subfamilia Blattinae.
Tratándose de artrópodos no es una sorpresa que la gran mayoría sean tropicales y no más de treinta especies se relacionan con las personas. Casi todas tienen reproducción sexual, pero hay especies partenogenéticas[10]. Para mucha gente es una sorpresa enterarse de que muchas se ocupan de cuidar a sus crías.
Su abundancia y facilidad de recolección las han llevado a ser uno de los insectos más estudiados, tanto para adquirir conocimientos sobre entomología como para descubrir modos de controlarlas. Y este es un lugar tan bueno como cualquier otro para recordar que incluso, por raro que parezca, hay granjas que crían cucarachas para freír, (y sí, para alimentación humana).
Se sabe que, como otros insectos, pueden sobrevivir un tiempo sorprendentemente largo a la extirpación de la cabeza, aunque acaban muriendo por inanición; pueden resistir más de un mes sin tomar agua, plazo ampliable en lugares húmedos; resisten dosis elevadas de radiación; pueden alimentarse de una notable variedad de productos, aunque prefieren comer grasas, dulces y almidón; son capaces de ver en la casi absoluta oscuridad y no es raro encontrarlas muertas patas arriba porque, según se dice, el rigor mortis (no he podido comprobarlo en fuente fiable), contrae sus patas; los insecticidas neurotóxicos pueden producir el mismo efecto. No es raro hallarlas vivas en esa posición, que muchas son incapaces de revertir.
Hay interesantes estudios sobre los rastros químicos que depositan en los excrementos, sobre la toma de decisiones en grupos, sobre su visión nocturna, sobre su resistencia a tóxicos y radiaciones y, desde luego, sobre la eficacia de diversos métodos para acabar con ellas.
Según López Piñero[11], Domingo Sánchez Sánchez, 1860-1947, colaborador principal de Cajal en la histología de los invertebrados, estudió el ganglio cerebroide de Blatta orientalis (la cucaracha negra) y el protocerebro de Apis mellífica (abeja). Sus hallazgos ayudaron a consolidar la teoría neuronal de Cajal.
El buen diseño de los circuitos neuronales es responsable de la eficacia del mecanismo de huida de las cucarachas. Jeffrey Camhi[12] explica que las cucarachas huyen cuando perciben movimiento de aire mediante los dos cercos caudales, cada uno de los cuales tiene más de doscientos pelos sensitivos El circuito completo de la Periplaneta americana tiene unos 440 receptores cercales, 14 interneuronas gigantes y un número escaso de neuronas motoras que controlan el movimiento de las patas. El mecanismo es sorprendentemente eficaz, pueden bastar 11 milisegundos para pasar de la estimulación de los cercos al comienzo de la huida. No se culpe demasiado si una cucaracha esquiva su pisotón.
Un estudio dirigido por José Halloy, de la Universidad Libre de Bruselas, sobre la toma de decisiones concluye que las cucarachas utilizan dos criterios para esconderse, la ausencia de luz y la presencia de congéneres.[13] Se conoce también la presencia de rastros químicos en las heces de las cucarachas, algo que facilita su agrupación y la búsqueda de alimento.[14]
Un estudio clásico sobre el asma infantil, realizado con 476 niños con asma,[15] obtuvo como resultado que el 38’6 % eran alérgicos al alérgeno de las cucarachas, el 34’9% eran alérgicos al alérgeno de los ácaros del polvo y el 22’7 % al alérgeno del gato. En las camas de los niños, el 50’2 % tenían en el polvo alérgeno de cucarachas, el 9’7 % tenían altos niveles de alérgeno de ácaros del polvo y el 1’7 % tenían niveles elevados de alérgenos de gato. El estudio encontró que la combinación entre presencia de alérgeno de cucaracha y la alergia a dicho alérgeno triplicaba el tiempo de hospitalización al año.
Otros estudios coinciden en que la presencia de alérgeno de cucaracha empeora los síntomas de asma. Nadie duda de que hay muy buenos motivos para clasificar la presencia masiva de las cucarachas en las ciudades como una plaga peligrosa para la salud de las personas. Su visita puede incluso alterar el sabor de los alimentos.
Frente a la invasión
Una cosa es el conocer al enemigo y otra muy distinta derrotarlo. Hacía ya tiempo que manejaba hipótesis diversas sobre cómo conseguían entrar las cucarachas en casa y comencé a imaginar alternativas disponibles para hacerles frente. Una noche, en plena cena familiar, una cucaracha asomó por la gotera de una ventana. Pensé que se escondía en el cajón de la persiana. Semanas más tarde, cuando me dirigía a desayunar me encontré con otra en el pasillo. Supuse que ella ya había desayunado, pues venía de la cocina. Días más tarde, una tercera corrió a esconderse bajo la lavadora cuando notó que me acercaba.
Era necesario tomar medidas. En la droguería vecina me hablaron, con tan desmedida alegría que me llenó de escepticismo, de un insecticida en espray que las haría desaparecer durante un año, un producto de toda confianza. No podía dejar de preguntarme cuál sería el origen de la eficacia que la industria química había alcanzado al parecer en su combate contra las plagas de “insectos reptantes”, por citar la inapropiada expresión de la etiqueta, donde también se decía que las cucarachas se esconden en grietas durante el día y están activas por la noche.
La etiqueta contenía una lista de pesticidas organofosforados y organoclorados y algún ingrediente desconocido. No quise saber más, confié en el experto del ramo y lancé nubes del perdurable tóxico hacia el cajón de la persiana, bajo la lavadora y el frigorífico, y a todos los rincones, escondrijos e imaginables lugares de paso de los insectos. El olor perfumado pero desagradable me tranquilizó. Durante unos meses, la cocina, el lavadero y el baño olieron al supuesto perfume.
En aquel momento deseé confiar en que la amenaza había sido conjurada. Había pasado el verano y pensé que en la próxima primavera ya no tendría nada que temer. Me equivocaba por completo.
Una semana antes de la primavera las cucarachas volvieron. La primera apareció patas arriba, en la posición más vulnerable, moviendo sus seis patas inútilmente en el aire, incapaz de darse la vuelta. Su color negro brillante tiñó de fracaso y asco aquel desayuno. La acción, que tuve que repetir mucho más a menudo de lo deseado, fue aplastarla de un pisotón, recogerla con un trozo de papel y depositarla en el cubo de basura. Al anochecer de aquel día rocié con mi espray fulminante el suelo de la cocina, el fregadero, los armarios bajos donde escondo los productos de limpieza, el rincón de las botellas vacías, y todos los lugares sospechosos imaginables… Confié en el remedio y me fui a dormir creyendo que ninguna llegaría a la habitación. Volvía a equivocarme.
El espray y yo fracasábamos miserablemente. Aquella semana hizo calor y, quizá fuera por ello, sorprendí a tres visitantes más. Para entonces, el descenso de la valoración de mi vecino me llevó a un pasillo del supermercado más cercano donde revisé concienzudamente el arsenal disponible para afrontar al problema. Había dos soluciones básicas: veneno y trampas. Comprobé en las etiquetas la escasa variedad de productos contra los “insectos reptantes”; los ingredientes solían repetirse, aunque a veces aparecía alguna novedad. Encontré dos clases de trampas, cartones impregnados en pegamento que debían colocarse en los lugares de paso de las cucarachas, y cajitas que combinaban una substancia atrayente con un insecticida.
Una compañera me comentó que debía elegir entre tirar pesticidas en casa con frecuencia para que las cucarachas evitaran la vivienda o murieran, o bien poner las trampas con substancias atractivas, con lo que podía acabar invitando a las cucarachas del vecindario, aunque luego murieran sin que yo las viera. Descarté el pegamento porque aparecían en distintas estancias de la casa y porque no me atraía nada comenzar el día revisando cartones para retirar la posible cosecha. Tampoco apliqué otros remedios, como poner bolsitas de tela con hojas secas de laurel o lavanda, a dejar mezclas de azúcar y bicarbonato en los rincones o a comprar esos supuestos ahuyentadores que emiten ondas repelentes para insectos cuyo fundamento no he logrado descubrir.
Nunca me acostumbré a la mala racha, que la hubo. Cada vez que llegaba por la noche abría la puerta despacio y encendía la luz, corazón partido, cuando ya había entrado, con el fin de sorprender a alguna intrusa y a la vez con la esperanza de no ver ninguna. A veces había suerte y a veces no. Fui modificando alguna táctica. Ahora, cuando veía alguna de ellas la rociaba con insecticida en vez de pisarla, para evitar oír el asqueroso crujido. Aliviaba la molestia del crujido bajo la planta del pie, pero con ello no haría descender el número de visitas. Alimenté durante unos días la vana esperanza de que fueran caníbales, que las vivas devoraran a las moribundas, se envenenaran y murieran también. Ni imposible ni eficaz.
Un día, sobre las diez de la mañana, recogí la ropa del tendedero y la dejé un momento sobre la mesa de la cocina. Cuando volví para guardarla descubrí sobre el montón de ropa dos cucarachas pequeñas moviéndose a gran velocidad. Dado lo impropio de la hora, pensé que estaban de exploración. Noté algo nuevo: su color. Eran rojas. No escaparon, pero capturarlas no me tranquilizó, recordé sin remedio aquel primer contacto con aquel color de años atrás en la ciudad.
Los hechos me devolvieron a la casilla de salida, volví a la emisión de hipótesis, pero fui demasiado indisciplinado como para llevar una investigación sistemática. No sabía si tenían algún nido en la casa, ya que muchas eran jóvenes o si se reproducían en algún rincón oculto, pero estaba casi seguro, (es decir, lo ignoraba) de que había alguna entrada franca por la que accedían libremente. Sembré trampas y me preparé para echar insecticida hasta el final del verano. Esto último no me gustaba nada, el supuesto perfume del espray apestaba; me hacía recordar mi fracaso y que había por ahí veneno suelto.
El panorama de que cualquier noche podría encontrar una mancha rojiza huyendo de la luz no era seductor. Las cucarachas rojas eran más grandes y en su versión adulta podían volar, bien que lo sabía. Se me ocurrió rociar con lejía los supuestos lugares de paso, con ello no mataría bichos, pero así lo creí durante un par de semanas; tanto la lejía como su olor les mantendrían confinados en sus lugares de entrada a la casa, sin acceder al resto de la vivienda. Al menos, la lejía huele mejor que el perfume del insecticida.
No tardé mucho en darme cuenta de que el enemigo no tenía la menor consideración por mis esfuerzos. Primero aparecieron algunos ejemplares en el pasillo, más adelante invadieron otras estancias. El día que una de esas criaturas del demonio apareció en el dormitorio, mi estado de ánimo bajó varios peldaños de un solo golpe; un sudor frío, producto de la mezcla de impotencia y asco, me dio a conocer algunas cosas ignoradas de mí mismo. Durante tres o cuatro noches me despertaba a cualquier hora para comprobar si había bichos bajo la cama, … o, ¡ay!, sobre ella. Y una noche, ya acostado, escuché un inquietante ruidito, encendí la luz y sorprendí a una de ellas trepando por la cortina de la ventana. Habían conquistado mi último refugio. De buena gana me hubiera ido a un hotel. Lo consideré de veras.
No era fácil dormir ni despertarme en forma. Llegaba al trabajo con sueño. Una de aquellas noches encontré unos cuantos ejemplares juveniles de excursión por entre mis zapatos. En uno de aquellos paseos nocturnos acorralé a uno de aquellos hexápodos contra la puerta y me dispuse a aplastarlo con la suela de la zapatilla, pero… se desvaneció. Pasó limpiamente por debajo de la puerta y halló refugio en el baño. A veces aparecían a primera hora de la mañana, salía a comprar el pan y a la vuelta había una cucaracha patas arriba en el mismo cuarto de baño donde acababa de ducharme.
Debió de ser por entonces cuando me entretuve dando patadas en la acera hasta que conseguí aplastar una de ellas tras no menos de diez intentos fallidos, para delicia de un espectador y vecino. Y otro día, tras un escape de agua en el edificio, el fontanero abrió la arqueta de la alcantarilla situada a un metro de la puerta.
Desagüe, camino abierto
Una obstrucción del desagüe de la finca obligó a llamar al fontanero, otro vecino. Abrió la arqueta de la alcantarilla y no menos de cuarenta cucarachas adultas, con sus alas perfectamente desarrolladas, descansaban tranquilamente allí, esperando el crepúsculo para darse a conocer por el barrio. Era obvio que no hacían ascos a la humedad ni a los residuos que la recorren.
La visión bastó para explicar la llegada de las invasoras al baño. Excepto cuando hay descargas, las conducciones de desagüe son caminos abiertos hacia las viviendas. Estaba claro: las cucarachas entraban a casa por los desagües. Tuve una desagradable confirmación cuando me encontré una gran cucaracha roja en el mismo fregadero un minuto después de lavar un par de platos. Cuando me acerqué a saludarla con una bola de papel de periódico se escabulló sin dudarlo por el desagüe, el mismo agujero (casi seguro) de donde había salido. Al día siguiente, en la ferretería encontré tapas perforadas ajustables para todas las pilas de los lavabos y fregaderos de la casa.
Lentamente, demasiado tarde, cuando ya era más que urgente, con la desazonadora pereza de quien sabe que debe, pero no quiere, fui ordenando hipótesis y concretando propuestas. Tenía bastantes datos y si razonaba correctamente podría mejorar rápidamente mi sino.
Mi aversión por los insecticidas me condujo a la búsqueda de modos eficaces de bloquear todos los accesos, especialmente los más significativos. Había visto que las cucarachas pasaban perfectamente por debajo de las puertas y puse tiras de goma adhesivas para cerrar el espacio libre que quedaba entre el suelo y la parte inferior de la puerta. Con ello sellé el dormitorio.
Caí entonces en la cuenta de que los lavabos tienen rebosadero, una ranura horizontal que recoge el exceso de agua… por la que cabe perfectamente uno de esos bichos. Al final opté por ajustar muelles de cuadernos viejos. Haber sido profesor puede traer algunos beneficios inesperados; los trabajos abandonados por mi alumnado dieron adecuada respuesta a la amenaza de las sospechosas ranuras horizontales. Mi inveterado optimismo me llevó a creer una vez más que había vencido al enemigo y así fui feliz durante poco más de 24 horas.
No conozco entretenimiento más odiado que levantarme por la noche y patear cucarachas. Por lo visto el pasillo era su autovía nocturna. Parecían turnarse, sólo encontraba una cada dos o tres días durante la mitad cálida del año. En cada ocasión sentía asco mezclado con impotencia, pero las proporciones de cada sentimiento fueron cambiando. Poco a poco el asco fue dando paso a una frustración más intensa.
La hipótesis de la invasión por los desagües se mantuvo firme. Acabé por sellar todas las puertas y me aseguré de que estuvieran cerradas desde las ocho de la noche hasta la mañana siguiente. El método tenía una ventaja evidente, ahora podía confiar en mantener el dormitorio y el comedor a salvo. Y cada vez que viera uno de esos bichos podría conocer su procedencia y buscar el punto de acceso.
Me esperaban todavía algunos episodios funestos. Debido a un escape de agua tuve inutilizado un baño durante un par de meses. Daba a la habitación y la puerta había sido sellada convenientemente. Yo sabía que los baños podían ser puntos de entrada y una noche abrí aquella puerta y encendí la luz. Unos cuantos bultos oscuros corrieron a esconderse a gran velocidad. Allí apuré el resto del espray insecticida y esperé un par de días antes de barrer una veintena de cadáveres, entre juveniles y adultos, y revisar todas las barreras protectoras.
Peor fue aquella tarde en que se me ocurrió meterme en la bañera tras un día agotador. Prefiero la ducha por razones de ecología y tiempo, pero no suelo sumergirme en la bañera más una vez al año, creo. Cansado como estaba, me dormí. Cuando medio adormilado y sin gafas levanté la cabeza, miré hacia el suelo vi que una cosa borrosa y oscura paseaba sin prisas junto al pie del lavabo y revisaba la goma adherida a la puerta.
Para cuando pude levantarme y buscar las zapatillas, el bicho se había acercado a las baldosas próximas a la bañera. No fue un baño relajante. La situación era cómica y solitaria. Con torpeza traté de pisarla, pero ella fue más rápida y se acercó al rincón, en el suelo, bajo la mampara de la bañera. Creí que la tenía atrapada y me dispuse a dar la patada definitiva, pero entonces subió con agilidad el pequeño muro de tres azulejos y desapareció por debajo de la bañera. No tenía ni idea de que pudiera desaparecer así. Tras la comprobación pertinente resultó que la bañera sobresalía un centímetro del muro que la sustentaba y ofrecía una larga ranura ideal para pasar al vano que hay bajo la propia placa de metal y porcelana de la bañera.
Me había adherido firmemente a la estrategia de crear barreras mecánicas; fui de nuevo en la ferretería y a la vuelta sellé toda aquella insospechada ranura con silicona blanca. Confío en haber dejado encerrada allí a aquella esquiva cucaracha y quizá a unas cuantas más.
Volví a sentirme animado, pero no del todo. Tenía suficientes experiencias negativas para desconfiar, pero era verdad que la situación mejoraba. Me hacía ilusión creer que el hueco oculto bajo la bañera era el gran escondrijo, pero cada vez que lo pensaba me parecía más improbable. Las cucarachas prefieren un lugar húmedo y cálido, lleno de comida, un tramo tranquilo de conducción de aguas residuales, pongo por caso. Acepté que aquella silicona no clausuraba sino un refugio ocasional. Y era verdad que los malditos hexápodos ya se limitaban a aparecer en el pasillo o en la cocina. No me gustaba un pelo que todavía aparecieran en la cocina, ni entendía cómo llegaban allí. Las cocinas están llenas de armarios llenos de oquedades, la nevera ofrece calor constante y acaso también la encimera y el horno. Son lugares aptos para hospedaje de larga duración.
Mantuve la impresión de que debía haber un acceso no descubierto que explicara las últimas apariciones. Finalmente encontré un desagüe vacío, el que correspondía al inexistente lavaplatos. Lo clausuré con el tapón de una botella de cava.
Ahorraré a quien haya llegado hasta aquí el inventario completo de repugnantes hallazgos. Dos intrusas de cara a la pared, en un rincón, creyendo quizá que estaban escondidas. Dos más a un metro de altura, una en la pared y otra en la puerta. Tres encontradas al abrir una puerta, que se habían escondido en el resquicio de medio centímetro de altura entre la puerta y el suelo, una tranquilamente expuesta junto a la librería, una (muerta) en la papelera, una en el banco de la cocina, dos sobre las toallas del baño y otras dos, jóvenes, sobre la ropa sucia, una dentro del tambor de la lavadora, dos junto a la bañera, varias en el pasillo, una en el despacho, una en el lavabo y una inquietante novedad, la última, bajo el fregadero…
No es un listado estimulante y algunos de estos encuentros me obligaron a repasar una y otra vez los posibles accesos a la vivienda. Quizá parezca exagerado, es un resumen de unos diez años.
Ecosistema ciudad
Actualmente la situación parece controlada. Atribuyo el éxito, siempre provisional, al buen funcionamiento de las barreras mecánicas. No se me olvida que estamos en enero y que la tasa de reproducción de las cucarachas se dispara en verano cuando la temperatura mínima se acerca a los 28ºC[16], pero deje de verlas en julio y eso es una señal excelente. Sé que en cualquier momento alguna de entre los millones que habitan la ciudad encontrará la forma de entrar en casa y no puedo dejar de estar alerta. El gran poder de las plagas consiste en su reproducción. Teóricamente, en el peor de los casos, una sola hembra grávida oculta en un rincón del cuarto de baño podría depositar su ooteca en un lugar a su gusto y causar una invasión en pocos meses. Quizá la esté preparando ahora.
La transformación del medio ambiente por parte de la Humanidad se deja sentir en todo el planeta y produce efectos que con frecuencia son imprevisibles. La creación de ciudades ha sido un gran éxito y ha proporcionado espacios apropiados para la vida de las personas. Pero es el caso que han resultado también ser apropiados para otras especies. Los ecosistemas urbanos son estructuras interactivas muy complejas en las que participan millones de seres vivos, y algunas de las consecuencias de su aparición sorprenden.
Si antes de construir una ciudad se hubiera hecho una apuesta sobre las especies que podrían prosperar en ella hasta el punto de convertirse en plagas, difícilmente se hubiera apostado por que una cucaracha de origen africano (Periplaneta americana) llegaría a América, pasaría a Europa, arrinconaría a una cucaracha bien instalada que ya constituía una plaga (Blatta orientalis) y dominaría gran parte del subsuelo de las ciudades, oscuro, húmedo y rico en nutrientes, se extendería por el alcantarillado y las canalizaciones de evacuación de residuos fecales. Podría haber sido cualquier otra especie, hay millones de organismos capaces de reproducirse explosivamente si aparece un nuevo ecosistema ajustado a sus características.
Con el tiempo, es posible que otro organismo acabe por desalojar a la cucaracha roja de sus actuales dominios. Los ecosistemas cambian y hay miles de interrelaciones posibles. El ecosistema ciudad ha adquirido propiedades no contempladas en su planificación, ha escapado de las previsiones y ha dado oportunidades insospechadas a especies que en sus ambientes naturales originales no merecían la consideración de plagas y en muchos casos pasaban desapercibidas. Cada alteración de la Biosfera tiene repercusiones. A menudo son mínimas o desconocidas, pero a veces sus respuestas son tan espectaculares como inesperadas y nadie sabe en realidad ni cómo, ni cuándo, ni porqué ocurren.
© Sensio Carratalà Beguer
[1] De “Tras la tras la estela de Magallanes: tres siglos de expansión hispana en el Pacífico”.
Salvador Bernabéu Albert, Profesor de Investigación del CSIC y Ex director de la Escuela de Estudios Hispanoamericano del CSIC.
[2] Forficula auricularia: la expresión procede de forfícula, diminutivo de forfex, tijera y auricularia, diminutivo relativo a oreja.
[3] Ooteca: cápsulas donde algunos insectos depositan los huevos.
[4] Ya se ha indicado que las cucarachas negras, Blatta orientalis, no tienen alas.
[5] Cerci: apéndices localizados en el extremo posterior del abdomen de algunos insectos.
[6] http://www.eol.org/pages/413/overview
[7] https://es.wikipedia.org/wiki/Blattodea
[8] http://iberfauna.mncn.csic.es
[9] Otras publicaciones consideran que Dictyoptera es un superorden donde se agrupan los órdenes Blattodea (cucarachas), Mantidea (mantis) y Isoptera (termitas). Ver Colin Tudge en la bibliografía.
[10] Partenogénesis es un tipo de reproducción en que una célula sexual femenina se desarrolla y da lugar a un organismo sin que haya habido fecundación.
[11] LÓPEZ PIÑERO, JOSÉ MARÍA. Santiago Ramón y Cajal. 2014. PUV.
[12] https://www.investigacionyciencia.es/revistas/investigacion-y-ciencia/imgenes-y-espejos-96/el-sistema-de-huida-de-la-cucaracha-2937
[13] http://science.sciencemag.org/content/318/5853/1155
[14] http://www.pnas.org/content/112/51/15678.short
[15] https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed/9134876
[16] http://apps.who.int/iris/bitstream/handle/10665/65846/WHO_CDS_CPC_WHOPES_99.3.pdf?sequence=1
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